Publicado: 28 de Mayo de 2022

Los seres humanos han tenido, desde que existen, una forma de sobrevivir distinta de las de otros animales, adaptando el mundo en lo posible a sus necesidades en lugar de amoldarse a él. Esta capacidad de transformación los ha convertido en una especie exitosa, pero el progreso no ha sido gratis. La invención de la agricultura permitió la aparición de grandes ciudades, de la literatura y de todas las glorias de la civilización, pero también redujo drásticamente la variedad de la alimentación y ató a la mayoría al cultivo de la tierra. En las últimas décadas, la aceleración del progreso tecnológico y el sedentarismo han multiplicado las tasas de obesidad y diabetes, la vida moderna parece incrementar los problemas de salud mental y los dispositivos electrónicos están destrozando el sueño. En un libro de publicación reciente, Jennifer Heisz, especialista en salud del cerebro en la Universidad McMaster, en Ontario (Canadá), ofrece una respuesta casi universal a todos estos problemas de la civilización: el ejercicio físico.


Heisz comienza explicando, en parte, por qué hacer ejercicio puede ser tan costoso, en particular al principio. Por primera vez en la historia de la humanidad, el exceso de alimentos es más peligroso que su falta, y durante cientos de miles de años la inclinación a evitar gastos inútiles y a aprovechar cualquier fuente de energía disponible pudieron ser factores positivos para la supervivencia y la transmisión de los genes a la siguiente generación. Sin embargo, en un mundo de abundancia y vidas prolongadas, esas inclinaciones se convierten en lastres. Se calcula que cada año mueren en el mundo un millón y medio de personas por diabetes, una enfermedad casi ausente de las sociedades preindustriales. Un artículo que apareció este año en la revista PNAS planteaba incluso que el valor de los abuelos en la crianza de sus nietos favoreció que los humanos pudieran mantener un buen estado físico después de rebasar sus mejores años reproductivos, y también que el ejercicio sea tan positivo en edades avanzadas.



En su alegato en favor del movimiento, Heisz recuerda que es una “medicina” en la que cada uno debe encontrar el punto justo de esfuerzo, sin compararse con los demás, y asegura que, según los datos obtenidos en su laboratorio, un ejercicio ligero como caminar durante media hora tres veces a la semana reduce la ansiedad, y que los beneficios se pueden incrementar progresivamente aumentando la intensidad o la duración de las sesiones. Más adelante, la investigadora recuerda estudios como un trabajo publicado en The American Journal of Psychiatry, en 2018, que calculó que al menos un 12% de los futuros casos de depresión se evitarían si todo el mundo hiciese un ejercicio leve o moderado al menos una hora a la semana. Este estudio muestra también las limitaciones de los trabajos que investigan la relación entre el ejercicio y la mejor salud mental, porque los beneficios que se encontraron en la depresión no se hallaron frente a la ansiedad.


La salud mental es un asunto complejo en el que además de la inmensa diversidad biológica y de estilos de vida de la población que influyen en ella, faltan herramientas para conocer con precisión los riesgos o ventajas individuales de cada persona o el modo de tratar cada dolencia con más eficacia. Heisz continúa hablando de los beneficios del ejercicio para dormir mejor, estar más centrado en el trabajo o escapar de las adicciones. Más allá de las explicaciones de los mecanismos por los que el movimiento puede tener estos efectos, se sabe que todos estos factores de la vida están relacionados. Las personas con trastornos del ánimo suelen consumir más sustancias tóxicas que a su vez agravan esos problemas. Si se logra integrar en una rutina, el ejercicio frecuente puede ser una manera de ordenar la vida, además de obtener beneficios fisiológicos como una menor inflamación crónica o una segregación de sustancias que favorezcan el sueño.


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